Martes,
8 de la mañana.
-¡Vamos!
¡Arriba! ¡Llegamos tarde!
Cada
mañana, la misma cantaleta. Laura estaba decidida a inventarse que
estaba enferma. -¡Yo hoy no voy! ¡Estoy mala!
¿Qué
le ocurrirá a Laura en el colegio? ¿Por qué últimamente saltaba
con esa excusa? Era la pregunta que atormentaba a Mario cada mañana.
Sergio hacía media hora que dormía, había tenido turno de noche en
el Santa Bárbara (hospital en el que trabajaba). Y los turnos de
Enfermería en Urgencias de noche eran de todo menos tranquilos.
-Sergio,
cariño. Te dejo durmiendo. Voy a ver si consigo que Laura espabile
para ir al cole. El sofrito del arroz está en un táper, para
las dos y media estamos en casa. Te quiero. - Jmmm...y yo a ti.
Balbuceó Sergio sin más y siguió durmiendo.
-
¡Laura, no lo digo más! ¡Arriba! ¡El desayuno está en la cocina!
Mario iba a contrarreloj cada mañana, e iba anotando en su Google
Keep todas las tareas por hacer
y marcando
las hechas.
-
A ver, ¿de qué iba ese trabajo tan chuli
de Lengua que tenías que entregar hoy?
-
¡De nada! ¡No pienso hacerlo!
Mario
se acercó con voz suave y paciente hacia Laura. Necesitaba toda la
calma posible para hacerla entrar en razón y que le contara su
problema. - Laura, cielo, no me gusta verte cabreada. ¿Puedes
contarle a papá qué te pasa? Laura tenía la mirada triste, pero a
su vez, envenenada. Y lo soltó, vaya que si lo soltó: -¿A
qué papá le cuento? ¿papá uno, papá dos? Mario
quedó perplejo, petrificado. No sabía qué hacer, qué decir o,
incluso, dónde meterse. ¿Cómo
afrontaba esta situación con la que tantas veces había tenido
pesadillas? Hasta ahora,
Laura no había hablado jamás del tema. Sergio y yo siempre habíamos
presumido de la actitud tolerante de nuestra
hija a pesar de su edad. ¿Qué
había cambiado? Es cierto que entraba en la adolescencia.
Acababa de cumplir
12 años. Cuando tenía 5 años (podía recordar Mario con
cierto brillo en los ojos),
gritaba a los cuatro vientos y, bien orgullosa pregonaba, que ella
tenía dos papás. Eso le
hacía sentirse interesante, peculiar. Ahora
estaba allí, frente a ella, buscando las palabras para frenar la ira
de su pequeña.
-
Vamos, dejemos las tonterías
para otro momento. Quedan solo 10 minutos para que Julia toque el
claxon. Y ya sabes que no le gusta nada la impuntualidad.
Julia
era la taxista que subía hasta Burganeo para recoger a Laura y a dos
compañeros más para llevarlos al colegio de la ciudad.
¿En
serio? ¿Dejemos las tonterías para otro momento? Yo, una persona
leída (como decían mis padres), que precisamente, ayudaba y
aconsejaba a los demás en estos temas. Sí, yo, el leído. El
miedo me atormentaba. Se había apoderado de mí.
Piii,
piii.
...continuará.
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